Apenas dos minutos después de
haber bajado del tren, vio el convoy alejarse. ¡Qué vieja que estás! La estación
de El Carmen llevaba casi un siglo sin ser remodelada y las maderas de los
tejadillos ya necesitaban una mano de pintura. Algo parecido ocurría con los
hierros modernistas que sostenían toda la estructura. El verde de antaño se
había perdido. Solo el reloj lo mantenía intacto. Era lo único que parecía
nuevo en todo el conjunto.
¡Tú tampoco eres ya un
jovenzuelo! Tenía a su lado un pequeño trolley rojo en el que ahora caben todas
sus pertenencias. Estaba encorvado y goterones de sudor comenzaban a caerle por
todos lados. La tarde tenía ese color amarillo barro que tienen las tardes por
aquí en verano. Se sentó en un banco a esperar. Miró los viejos edificios de
oficinas y las antiguas casas de los ferroviarios ahora abandonados. Un poco
más allá, los nuevos de ladrillo naranja que comenzaban a oscurecerse por los humos.
Pensó en su barrio del centro, en las calles estrechas y los pisos amplios en
los que ahora en verano uno casi podía colarse en los salones y salitas de
estar de los vecinos. Aunque quizás ahora con los aires acondicionados…Se miró
los pies hinchados y volvió a mirar pequeños desconchones en la pintura del
techo.
No sé. Puede que no
estés aún arreglada para que te vea. Prefiero verte como te recordaba. Ya lo
sé, yo tampoco estoy como antes, por eso no tenía espejos en casa, para no
mirarme.
No había llegado
aún su hijo para recogerlo, cuando apareció por el final de las vías el Talgo
con destino a Barcelona. Compró un billete y se subió. Con el fresquito del
aire acondicionado y los primeros traqueteos, se quedó dormido.
Fuera, la ciudad
vieja ardía. Y las palmeras y limoneros comenzaban a difuminarse con la
velocidad.