Este jueves, nos invita Neogeminis a escribir sobre monstruos. El tema da para mucho más y como tenía gana de ensayar un poco, ahí va mi aportación tardía.
Cuando entrabas al bar a veces podías
ver a alguno de los pequeños que corría a esconderse tras las cortinas de
canutillos que daban paso a la cocina al fondo. Se escabullían dentro dejando
sobre la mesa los restos de lo que estuvieran haciendo, un juego de dados, una
baraja de cartas, los despojos adheridos a la madera de alguna pieza que
limpiaban.
Eran cinco hermanos. Todos niños. Todos
pequeños. En la escuela no duraron porque los niños mayores pronto comenzaron a
lanzarles cosas, mientras que a los alumnos pequeños les daban miedo. Sobre
todo cuando el mayor de los cinco, enseñaba esos pequeños dientes puntiagudos
que tenía. Al segundo le faltaban dos y tenía un bulto en la nariz. El tercero
tenía cuatro dedos en la mano derecha. Perdió el índice al nacer y el dedo pulgar,
muy largo, era una tenaza de carne inútil. No lo dejaron aprender a escribir con
la mano izquierda. Estaba enamorado en secreto de Mariquilla que una vez en el
recreo se había dejado rastrillar el pelo con esas cuatro púas huesudas. Sus padres
al saberlo, le dieron a la niña un bofetón nada más llegar a casa y se fueron a
ver al cura. El cuarto no salía del bar porque apenas podía andar. No sé porqué.
Y a veces, gritaba tanto desde dentro que los alaridos se oían en la calle y en
todo el pueblo. Del quinto no se decía nada. La gente sabía que
había nacido porque lo había dicho el médico que asistió al parto.
Yo solía llegar a medio día y dejaba
encima de la barra la caja con la caza del día. Unos días había conejos, otro codornices
o perdices. El golpe seco hacía que volvieran a asomarse. Su padre tenía un ojo
pareciera que iba a salírsele de la órbita, soltaba un billete y unas monedas
sobre la barra y hacía un gesto con la cabeza hacia la puerta del bar. Era la
hora de comer.