A Dvorak le gustaba componer en las tardes de tormenta. Disfrutaba con una emoción infantil viendo acercarse las nubes, cirros, cúmulos y nimbos. Grises y morados con sus formas redondas. Al resto de la gente del pueblo le daban miedo y comenzaban a correr como si fuera 31 de julio, encerraban a las mulas, los arados, las gallinas y a los niños que corrían sucios por los andurriales.
Con las primeras acometidas, Dvorak cogía un gabán verde que
tenía y salía a esperar a los elementos. Y veía. Y escuchaba. Un relámpago y un
trueno. El sonido de las gotas al golpear contra el barro del suelo. Un par de
notas. El hueco que dejaban. Una corchea. Otro relámpago, otro trueno. El viento
que venía a unirse a la melodía. El grito de un aldeano. Las maderas del carro
que crujían en el camino de vuelta a casa de las labores del campo. El frío, la
soledad. De repente, el silencio. Y todo explotaba, los violines, los violonchelos
in crescendo, timbales, platillo y oboes que seguían el irregular ritmo del
agua y el viento. Las hojas de los árboles que se doblaban con la fuerza de la
música…viento, viento, el bajo. Una flauta travesera y un flautín distorsionan
el aire. Son el vuelo de dos pájaros rezagados. Llevan prisa de ciudad.
Al joven Dvorak se le moja la barba y el escaso pelo que aún
le queda en la cabeza. Se protege bajo los árboles que hay frente a su casa y
cierra los ojos. Hay un tono discordante. Abre los ojos sobresaltado. La obra
no es perfecta. Se ha formado una pequeña charca y un sapo ha croado. En un
segundo da al traste con todo. La lluvia furiosa ha dejado paso a una cortina
suave y fresca que apenas acompaña los pasos. Aquí, una fuga, piensa. Huyen las
nubes. Tendrían que descender los instrumentos por secciones, pero no termina
de verlo claro. El “croac” del sapo le taladra la cabeza y hace que casi olvide
todo lo que había memorizado antes. Mira a la charca y allí está. Quieto y
orgulloso. Creador.