Los aviones me recuerdan a los gusanos de seda.Sí, a eso se parecen. Estoy a punto de coger un vuelo para Madrid, para Copenhague, Estocolmo. Tengo ese sentimiento apátrida que dan las terminales de los aeropuertos. Parten unos aviones, llegan otros. Gente. Reencuentros tras una separación más o menos penosa, más o menos alegre, corta o larga. Se oye hablar en múltiples idiomas. Gente apresurada que arrastra sus vidas en "trolleys". Ejecutivos que se conectan a internet desde cualquier punto. Yo creo que no trabajan sino que leen algún diario digital. Es primera hora de la mañana. Carritos van y vienen, maletas, chec-in o facturación. Por cierto que los más ruidosos, italianos y españoles. Zona internacional, tierra de nadie para el derecho internacional. Blancos asépticos, colores de diseño. Tiendas, cafés y gangas exentas de impuestos, libres de estado. Me gusta volar, ver el mundo a vista de pájaro y el sol, y las nubes; un terrible, amplio y esponjoso horizonte de nimbos, cúmulos, cirros y cúmulo-nimbos. Ese cosquilleo en el estómago al subir, ese vértigo de saberse suspendido en el aire, de no tocar suelo con los pies. Diferentes tierras, más áridas, más verdes o toda una alfombra azul de mar, que brilla allá abajo. Desde arriba, desde el avión, el mundo de abajo se parece al de las hormiguitas. Así nos debe ver cualquier Dios. Pobrecitos.