El silencio y la luz de la
casa por la mañana cuando él la abandona semejan mucho a los que se intuyen en
un lienzo de Hopper. Tanto tiempo admirando a ese pintor y ahora podía
perfectamente ser una de las figuras cabizbajas que habitan en sus cuadros. Que
habitan o que deshabitan porque desde anteanoche, su vida es un desierto de
palabras que se pierden por los pasillos y recovecos de la casa. Y eso que ella
ha intentado seguir con la normalidad, con la feliz rutina rutinaria. Pero la
casa le parece muy grande y las horas, mucho más que sesenta minutos; aunque ahora
es mejor cuando él no está. A veces le gustaría perder los papeles, desearía poder
odiarle, mucho; no haber sentido vergüenza y haberse acercado.
Porque anteanoche no tuvo una
reunión hasta tarde, no era hora punta para que se hubiera quedado atrapado en alguna
de las muchas venas que desangran esta ciudad cada atardecer. Anteanoche la
nada más abisal se le vino encima al contemplar unas sonrisas cómplices,
aquellos devaneos, aquella entrada triunfal en la vinoteca. Todo perdió el color
alrededor, quedó sorda. Tantas veces había dejado la televisión en silencio
viendo escenas parecidas mientras ella hablaba por teléfono que, por un segundo
eterno, pensó si aquella escena no podía haber sido escrita por cualquier
guionista; después volvería a subir el volúmen de la televisión y la historia
de amor continuaría. Pero no. Lo que continuó fue esa escena y el silencio solo
lo aportaba la distancia a la que estaba.
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