Con aquel portazo tras de sí,
Caperucita Roja cerraba el capítulo más oscuro de su vida. Aquella mañana
también llevaba la cestita con todo lo que su madre le había preparado para la
abuela. El cuartillo de vino del tónel, el pan del cercano horno y todo el
cóctel de medicinas que tomaba la abuela para sus distintas dolencias y que
Caperucita había sacado de la farmacia la tarde anterior. Los nervios se le
habían bajado al estómago que se removía amenazante, pero el bosque de hormigón
urbanita no le pareció siniestro esa mañana. El verde tenía otro tono. El camino,
otra veces pesado, le pareció más corto. Hasta empezó a gustarle el barrio alto
donde vivía la abuela.
Al llegar a la casa, lo
primero que hizo fue zafarse de esa horrible caperuza roja. Abuela, vengo para
quedarme. La abuela le tocó la cara justo en el sitio morado junto al ojo. Como
quieras mi niña. No dejaremos que el lobo te vuelva a tocar. Seguro que
intentaría subir y hacer que volviera, de todos es sabido que a los lobos les
gusta la carne bien fresca. Pero en eso ahora no pensaba. Ex Caperucita Roja,
estaba acurrucada en el regazo de su abuela, viendo el show de Oprah y la
resolución de esa imponente negra, junto al calor del sofá, le dieron una
sensación de seguridad que no había tenido nunca hasta entonces.
Tal y como pensaban, fueron
muchos los intentos de su madre para que volviera con ella a casa. Lloraba delante
de la puerta, gritaba, gemía, amenazaba para implorar perdón a los pocos
segundos. Todo hasta aquel día en que, yendo más allá, intentó reventar la
puerta de una patada y, al abrir, lo único que vio enfrente fueron los cañones
de una recortada. Nada más. El resto fue el sonido de un tiro muy cerca. El lobo
cayó como un pelele de feria. La abuela soltó la escopeta aún humeante y buscó
con la mirada a Caperucita Roja. La vio detrás en un rincón, junto al teléfono.
De fondo ya, el sonido de las sirenas tardías de la policía.