Soy
el mejor portero del barrio. Soy el mejor portero del barrio, no paraba de
decir y repetir a todo el mundo con el que me cruzaba. Padres y madres de mis
amigos me miraban extrañados. Llevaba medio cuerpo y cara amarillos de la
tierra de albero con la que estaba cubierto el jardín, las rodillas medio
desolladas, pero aquella tarde había hecho paradas antológicas, estiradas
increíbles (esto lo decían mucho por la radio) y había mantenido mi meta a
cero, a pesar de que el equipo del Pigüi era mucho mejor que el nuestro.
Pigüi
era un chico desgarbado que vivía en unos pisos de militares que había cerca de
nuestro edificio. Siempre que bajaba a jugar lo hacía con su camiseta de
Arconada. Parecía un pajarillo (creo que era por su nariz picuda) y había
elegido ser portero, el más ingrato de los trabajos de un equipo. Sería el
mejor del barrio. Hasta aquella tarde.
Dos
a cero y la sensación de ser imbatible, el mejor portero del mundo. Sobre todo
cuando el Pigüi se acercó y me dijo que ahora sí que podía ir diciendo por el
barrio que yo era el número uno.
Ese duelo con el sol de
verano cayendo con lentitud sobre la ciudad hizo que en todos los partidos que
hubo después, todos los equipos del barrio quisieran ficharme para jugar con
ellos. Yo no quise, fui en todos con mis amigos, todas las demás tardes, todos
los demás días de ese verano, porque el mundo era ese lugar redondo como la
pelota oficial con la que pasábamos las horas. No existía nada más, bueno sí,
el hambre con la que luego subíamos a casa a cenar el bocadillo.
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