Los inviernos son lo de siempre, salvo si se pasan cerca del mar. Esa apacible y terrible profundidad azul oceánica, marca el caracter de los pueblos y, como no, marcó el de nuestra generación. Hubiéramos querido ser importantes como lo fueron nuestros padres; inmortales como lo fueron nuestros antepasados; luchadores como esos marinos que hacían frente a los vientos y las bravatas de las aguas. Pero somos los que somos y apenas si podemos repasar mentalmente toda la historia de nuestras familias.
De nuevo, como cada mañana, dejo mis huellas en la playa; el mar llega, tras ellas y las borra. Huella tras huella y ola tras ola. Cada mañana me acompaña en ese paseo Tovarich, mi golden retriever, gran escuchador de historias; en más de una ocasión he pensado que si hablara, tendría para contar miles de cuentos de las rarezas humanas. Se aleja y olisquea. Rasca y desentierra. Es una pequeña lamparita de metal, cubierta por una pátina de orín. La ha traído el mar de dios sabe dónde. Parece antigua e importante. Tovarich la mordisquea, se la quito y la observo. Quizá fuera romana o de los primeros celtas, de algún señor o de un pobre labriego...sea como fuere el azar la ha puesto en estas arenas; de ellas la saco; el mar borra de nuevo la huella del lugar donde estaba enterrada. Pasará a engrosar y ocupar su lugar en mi extraño museo de res nullius, junto a otras que he ido encontrando; ocupando su orden, como nosotros, como el mar...huella tras huella, ola tras ola...