Una de las mayores ilusiones que puede haber en la vida consiste en recibir cartas, pero no cartas de esas del banco, no de esas con facturas o de esas que salen de ordenadores de grises burocratas numerarios y su postmoderno e ineficiente Windows Vista; me refiero a cartas de verdad, páginas manuscritas, de esas que llevan las letras minúsculas, redondeadas una a una con la precisión y paciencia de un viejo relojero. El momento de abrir el buzón y encontrar uno de esos pequeños tesoros es emocionante, se mira primero el tamaño del sobre, el tipo de papel y el tipo de letra: si está caida hacia un lado o es pequeña o grande, en bolígrafo negro o azul... Y tras esos primeros segundos en los que se palpa la primera información de la misiva, en un súbito movimiento de la mano, aparece en la solapita que cierra el sobre, el nombre del remitente; personaje que se cuela por una rendija en estos segundos vitales.
Por eso yo últimamente disfruto mucho enviándome cartas. Compro por un lado el papel verjurado con sus suaves irregularidades y su filigrana. Después elijo minuciosamente el sobre que acompañará a las noticias, impresiones o lo que quiera que sea que ponga en la carta. Con infantil trazo rasgo el papel con el bolígrafo, firmo y en una breve postdata, termino deseándome lo mejor para mi mismo...¿Qué me cuento en mis cartas? Pues dónde estoy, lo que hago en ese momento, o pequeñas ideas para relatos o cuentos, lo que veo en un segundo, me mando alguna foto de algo que me haya llamado la atención...en definitiva, bebo del momento y me remito los aromas y gustos que han dejado esos segundos. Son pequeños cuadros impresionistas de plazas, monumentos, caras, gestos, situaciones, gentes; es, en definitiva, vivir en distintas secuencias, mis distintas vidas, de esas de las que han sido mías por un instante o serán mías en algún momento y que a modo de papel volandero aparecen cada cierto tiempo en el buzón blanco de mi casa.