Después de un rato en el que
nadie hablaba, J. rasgó el silencio y preguntó por el retrato de papá. Todos se
miraron. Tic, tac. El reloj de péndulo colgado en la pared seguía haciendo su
trabajo a pesar de todo. Era cierto, no se encontraba en la pared. En su lugar
una cuadrada mancha blanca, más clara la pintura en ese trozo.
A papá le hacía mucha ilusión
ese retrato porque lo había pintado la abuela.
No sé, dijo T., alguien se lo habrá llevado.
¿Para qué querría nadie
llevarse un retrato? ¿Es que estamos como en el pueblo en el que hay que
guardar las cosas de valor para que no se las lleven las vecinas que venían al
velatorio?
Pues no está y punto, terció
V.
Tic, tac.
Pues papá me decía que sería
para mi, insistió J. Yo de pequeño me quedaba como un niño tonto mirándolo
durante mucho rato. No se parecía a papá, ni por los rasgos, ni por los colores.
La abuela había pintado otra cosa, otra cara, pero creo que todos sabíamos que
era papá.
O de verlo tanto tiempo ahí,
todos pensamos que era papá, sollozó C.
Pues lo quería, lo quería, me
encantaba y era para mí. Y ahora no está, y alguien se lo ha llevado. Lo
quiero, si alguno de vosotros lo tiene que me lo de, por favor. Quiero mirarlo…ya
le tenía un sitio reservado en casa, su rincón favorito.
Todos se miraron. Tic, tac…
Ayer a estas horas…, empezó
C.
Todos chistaron a la vez e
interrumpieron a C. Tic, tac. El sol se estaba yendo y, de nuevo haría largas
las sombras de los edificios sobre la gran avenida. Tic, tac.
¿Queréis cenar algo?
Tic, tac. J. se levantó y paró el péndulo. Dio un beso a todos, uno por uno y se marchó. Sus pasos retumbaron por el pasillo porque la casa estaba un poco más vacía.