Esta semana nos convoca nuestra amiga Charo a que hablemos de Perdidos. Ahí va mi participación
Yo nada más que salí a dar un
paseo. Pensé que me vendría bien un poco de aire fresco en la cara. Así que,
cuando llegaste por la tarde cargada con bolsas de El Corte Inglés, te di un
beso en la mejilla, te dije que el nene estaba arriba en su habitación haciendo
los deberes y salí. No me llevé llaves porque no pensaba volver muy tarde. Cogí
el pequeño tarjetero con algunas monedas por si me apetecía comprar tabaco y
echar un pitillo.
Sin darme cuenta había llegado
hasta la estación de autobuses que, como sabes, está a las afueras. Estaba sentado
en un banco junto al andén 6 cuando llegó el autobús que va para Madrid. Bajaron dos
viejos y subieron unos cuantos jóvenes, supongo que estudiantes hacia la
capital. Decidí cogerlo.
En la estación de Méndez Álvaro
decidí que cogería el autobús que llegara al andén 14. Me bajé en un pueblo
perdido de la provincia de León, no recuerdo su nombre. Anduve unos días por la
provincia. Y cogí, creo, dos o tres autobuses más. Veía pasar los carteles
verdes de cambio de provincia casi con la ilusión de un niño pirata aventurero.
A veces me acordaba del fru-fru de las bolsas con las que entraste aquella
tarde en casa y un leve cosquilleo en los labios me recordaba aquel beso fugaz y
casi embustero que nos dimos en la mejilla.
De eso hace ya tres años. Y
sigo sentándome en los andenes a elegir un número y esperar el autobús que
salga. A tomar un café a toda prisa para no perder el coche. A mirar las caras
de la gente cuando ya estoy en mi asiento. Gentes pobres como yo, como lo éramos
nosotros.
Creo que con cada autobús que
cojo dejo atrás un poco de tristeza y desidia, como jirones de niebla gris y
húmeda. También he dejado de fumar. Dejó de gustarme ese sabor agrio y seco de
los Lucky Strike. No sé, ¿qué más?