22 febrero 2013

M.

M. era un pueblo robado. Era como uno de esos niños de Sor Maria, sin destino, sin historia. Estaba literalmente enclavado en el fondo de un valle en el que, en algún momento tuvo que haber un río, pero que ahora constituía un cauce seco plagado de adelfas. En M., miraras donde miraras, nada más que veías, su tierra amarilla, los laterales de unas montañas yermas y violetas y una vieja carretera, gris y serpenteante que aparecía por una punta del pueblo, su lado este, y dibujaba un sinuoso trazo de huida por el lado oeste. A la entrada en el lado este, justo al lado del desvencijado cartel que anunciaba la entrada en M. había una pared y una pintada en la que se podía leer " la sociedad está preocupada por la banalización de la violencia"; y otra con un enorme pene junto al que se leía "bienvenidos al fin del mundo". Junto a esa pared que en tiempos pudo ser una casa, se situaba todas las tardes de sol de invierno Victoria en su silla de ruedas. Y desde su atalaya móvil daba la bienvenida agitando el brazo a los pocos coches que pudieran llegarse al pueblo: algún coche despistado, algún camión de reparto o; sin duda, el que más le gustaba, el de Correos que se veía desde lejos descender por el valle, contrastando su amarillo huevo con el violáceo brillo de las montañas. Dejaba alguna carta si acaso y huía de M. Porque en M. nadie se queda ni llega, salvo Victoria que, debido a un desgraciado accidente, tuvo que dejar la capital donde estaba sirviendo para volver a sus orígenes.
 Ya no llegaba tampoco el tren y, el viejo apeadero es ahora un esqueleto de la postmodernidad. Nada que ver con los buenos tiempos, tras la guerra que nos dejó vacíos a todos, en los que algún tren que iba a la ciudad capital paraba para cargar algún pasajero o recargar agua y Victoria, niña, se asomaba a las ventanillas de la primera clase para ofrecer agua de anís en su botijo nuevo, a recoger para comer las cáscaras de naranja que se arrojaban desde el tren al andén del apeadero de  M. y pelearse por ellas con una cabra que tenía por allí el jefe de estación para, con su leche, alimentar al menor de sus hijos.
En M. no se queda  ni la lluvia, pasa de largo por el pueblo llevada en volandas por un viento agrio que hiela los espíritus que roza. Por eso, los días de viento y lluvia, no hay nadie en las calles de M.; y por eso Victoria esos días, se queda en su casa y ve llover y agitarse las hojas de los árboles tras la ventana de su salita de estar. Y M., en la tormenta, parece el escenario de cartón-piedra de cualquier Viridriana, robado del tiempo y de la historia.