30 octubre 2020

Este Jueves, Relato: La Muerte



En esta convocatoria nos invita nuestra anfitriona María José Moreno a hablar sobre la muerte, y me parece de lo más apropiado dadas las fechas que celebramos conmemoramos estos días, así que ahí va mi cuento:


Pequeña muerte

 

Todos los domingos por la tarde son una pequeña muerte. En sentido literal. Está uno en su sofá tranquilamente viendo algún partido de baloncesto, alguna serie o alguna película de estreno y de repente piensa en el lunes, en la semana, en lo que tiene que hacer. No hace falta que sea un pensamiento concreto ni elaborado. A veces un papel encima de la mesa del salón, o una anotación en la pizarra de la cocina cuando te has levantado a preparar café, es la chispa que hace romper toda la cascada de pensamientos. Entonces el corazón se acelera. Parece que a uno le falta la respiración. Siente uno como los pulmones se le hinchan y colapsa. Me han contado, después una vez recuperado, que caigo a plomo sobre el suelo del salón o de la cocina. Que no reacciono ni al agua en la cara, ni a los vahos, ni a la respiración asistida que me ponen los sanitarios cuando llega la ambulancia o me llevan al hospital. Unos tres entierros llevo ya. Tres veces que me han dado ya por muerto y me han velado. A veces de lejos, como entre brumas, oye uno los comentarios de la gente “pues que buena cara que tiene” “parece que está dormido” (joder es que creo que es verdad) “que hijo de puta que era”…

Pero creo que esta es la definitiva. Se habrán hartado todos de tanto vaivén y de tanto gasto. A la cuarta va la vencida. No me he percatado de los comentarios, no he oído nada y, tengo la impresión de que llevo días aquí dentro. He comenzado a alimentarme únicamente de la proteína que va entrando. Hace frío y se está húmedo. He recordado determinada escena de Kill Bill. No sé qué día es hoy.

 


16 octubre 2020

Este Jueves, Relato: Hay un dios en mi sandwich

 Esta semana nos invita Roxana a hablar sobre dioses en la convocatoria semanal. Ahí va mi relato de la semana. 

Dios huele a vinazo. Los ojos cada vez más achinados bajo el triángulo ese con el que a veces lo representan. Ya no se le entiende al hablar. Parece que la lengua no le cabe en la boca como cuando a un perro le pica una avispa en el hocico.

   ¡A tomar por culo!  Treinta y una. Por hoy ya está bien. — dice el príncipe de las tinieblas. Y arroja los naipes sobre la mesa de madera.

Le dice que no se preocupe por lo que oiga esta semana desde su mundo. No diré nada de que volviste a perder. En realidad el viejo llevaba mucho tiempo sin ganar, pero seguía insistiendo. Todos los días en la taberna y una vez por semana en la partida. A partir de las seis, el tabernero ya no le servía más vino y cuando no había parroquiano al que arrimar la brasa, se acodaba en una de las mesas del fondo y se quedaba amodorrado allí hasta la hora de cerrar.

Todos estaban de acuerdo en que había que hacer algo, pero el mal carácter del viejo cuando se enfadaba iba retrasando siempre los planes y las decisiones.

El demonio ya estaba cansado de ganarle partidas y devorar destinos. Aspiraba a algo distinto. Quizá fuera el candidato perfecto. Quizás no hubiera otro.

Se tendría que buscar un lugar para el retiro del viejo desde el que no interfiriera. Nadie había pensado en ello, ni siquiera dios cuando joven y vigoroso creía dominar el destino de todo.

Habría que inventar algún tipo de paraíso, o infierno, lo que fuera pero en el que estuviera bien cuidado y atendido (por alguien que lo aguante, añadiría el demonio) ¿Dónde se retiran los dioses cuando están viejos y cansados?


08 octubre 2020

Este Jueves, Relato: Niebla

 Este jueves nos invita Cecy en su blog a hablar sobre, con, por, en, entre...la niebla. Por ahí va, mi aportación. 



Aquella mañana salieron todos de la casa y apenas se veía. Una espesa niebla lo cubría todo. Las farolas seguían encendidas pero su luz era poco más que una mancha naranja. Se suponía que los niños iban al colegio a esa hora, pero todo estaba en silencio y vacío en el pueblo.

Por la carretera no se veía ningún coche, ni al lado, ni delante, ni detrás. Será la niebla, sonrío mamá. Y es que no veía nada de nada. Los faros del coche alumbraban un pequeño trozo de carretera.

Como todas las mañanas, mamá dejó a Javier y a papá en el sendero que llevaba al colegio. Javier, cogió la mochila y miró extrañado.

   Papá, no está el colegio. — dijo. — ¿Qué haremos si no está el colegio?   

   ¡Cómo no va a estar el colegio! ¡Anda, camina que llegamos tarde!— refunfuñó papá. — Es la niebla.

Pero iban avanzando y el colegio seguía sin aparecer tras la niebla. Tampoco se veía el polideportivo ni la piscina cubierta en la que solían nadar los alumnos de ESO.

Llegaron donde tenía que estar la puerta del colegio, y efectivamente no estaba. Ni profesores, ni niños alborotando en la entrada, en los pasillos o apresurándose porque llegaban tarde. Nada. Y en ese punto ni siquiera la niebla.

   ¿Qué hacemos? — Y se miró en mi gesto de incredulidad.

   Pues nos vamos a casa. — Dije. Él sonrió.

Olíamos a mojado. Sonaban los ruedines de la mochila sobre el pavimento. En algunos sitios podíamos ir pegados a la pared, pero en otros no sabíamos. Cogimos la avenida del parque que desembocaba en la plaza, luego, giramos a la derecha, tras otra rotonda llegaríamos a casa. O eso creíamos. Debimos seguir más la avenida o girar en un lugar que no era el correcto porque ese camino no llevaba a casa. Allí no estaba nuestro edificio. Seguimos andando entre la niebla. —Me canso, me dijo. — ¿Dónde estamos? ¿Cuánto queda?

—Ya llegamos. —Pero no lo sabía. Miré el móvil. Uno por ciento de batería. Miré el tiempo. Mañana también tendríamos niebla.