27 junio 2024

Solsticio

 

Por casualidad a las cuatro y veinte de la tarde, levanté la mirada. Por casualidad a esa hora se te cayó o dejaste caer, no recuerdo bien, el tirante del vestido de flores que llevabas.  Pero volvimos a posar la mirada sobre los libros. El motor del aire acondicionado sonaba fuerte en ese rincón aislado de la biblioteca de letras. Su ruido continuo daba sueño y ganas de acurrucarse. Te pusiste la rebeca sobre los hombros. Siempre la llevabas en el bolso para estudiar porque en algunas salas hacía frío.

A eso de las cinco y media acabé el enésimo repaso al temario para el próximo examen. Tú me dijiste que también habías acabado tema y que podíamos bajar a tomar un café. En la puerta de salida una bofetada sofocante nos recordó que estábamos en junio. Debíamos atravesar rápido el patio de la facultad para ir a la cafetería, pero en lugar de eso, giramos hacia la puerta de salida del campus y cruzamos hacia un parque que había enfrente. Paseamos entre los tilos y las jacarandas hasta un banco alejado en el último rincón del jardín. Me senté. Tú te sentaste sobre mí y me echaste los brazos por encima. Noté cómo se te subió la falta hasta el límite de los muslos. Miraste rápido hacia atrás y la volviste a bajar. No era el momento. Reíste. Arrimaste el hombro a mi cara y con los dientes te deshice el nudo del vestido. Saltó con facilidad, como deseoso y dejó al aire el tirante transparente del sujetador. Miré por encima buscando el lunar que tenías encima del pecho. Lo encontré y lo besé. Shhhhh…dijiste. ¿No te apetecía un café? Con hielo, te contesté. Sonreías mientras volvías a atar el hilo de algodón del vestido.

Tomamos el café rápido y volvimos a la sala de historia antigua. A nuestros libros. La sala estaba prácticamente vacía. Los exámenes estaban terminando, la biblioteca y la universidad sacaban su verdadero rostro, el que no veíamos el resto del año: el de un desierto amarillo, huero e inhóspito. La tarde caía lenta y anaranjada.

De repente oí un carpetazo. Tras el respingo, levanté la vista y ahí estaban tus dos ojos de gato mirándome. Recogimos todo lo rápido que pudimos y salimos de la biblioteca, del campus, de la facultad, como huyendo de una quema. Con hambre.

Nos fuimos alejando del centro. No había casi nadie por las calles y nosotros íbamos probando algún portal que estuviera abierto, fuera lo suficientemente oscuro y nos conviniera. Tanteamos los de un edificio moderno con los descansillos frescos de mármol. Subimos hasta el último piso, pero lo desechamos al ver que estaba abierta la puerta que comunicaba con la azotea. En otro de ladrillo rojo logramos que un vecino nos abriera a la voz de “soy yo”. Pero salimos pronto al oír la puerta que se abría y el ascensor que bajaba. Efectivamente estaría esperando a alguien y bajó a buscarlo con la misma urgencia con la que tú y yo pasamos al portal. Nos metimos en otro de unas viviendas sociales de esas de los años sesenta, pero frente a frente en una pared, no dejábamos de escuchar gritos y risas de niños, voces de madres llamando para la cena, padres gritones que discutían con la televisión a un volumen muy alto. Mientras entrábamos o salíamos de los portales, algún escarceo, beso, o roce se desgranaba fresco. Reíamos y acelerábamos el paso por las calles, mientras el horizonte no terminaba de tragarse al sol. Las sombras no eran suficientes. Apenas hablamos en el trayecto. A veces íbamos cogidos de la mano. Tú tirabas fuerte. Yo cargaba con la mochila llena de libros. A veces te tocaba un brazo perlado con las primeras gotas de sudor. A veces, es agotador no follar.

Llegamos a nuestro barrio, cerca de nuestras casas. A portales conocidos y ventanas de miradas indiscretas. Ralentizamos el paso. Nos soltamos de la mano. Mirábamos al suelo. Volvimos a hablar. Íbamos pisando una alfombra de flores de jacaranda, como esta tarde. Ya no hacía tanto calor para nada. Nos sentamos en un banco y te devolví los libros. ¿Sabes qué es hoy?, me preguntaste. Pues no, dije. El día más largo, la noche de San Juan. Hay que hacer hogueras y quemar todo lo malo. ¿Bajarás luego a la que hagan en el barrio? Pues no lo sé, me temo que a veces los sueños se queman antes de cumplirse. Y nos despedimos. De lejos oí como sonaba el timbre del telefonillo y se abría el portal, pero no pasamos.  


Por cierto que este blog, cumple 19 años...mal que bien, los artesanos, seguimos al pie del cañón. 

1 comentario:

Neogeminis Mónica Frau dijo...

Hay que quemar todo lo malo... eso es revivificante. Bella historia. Un abrazo y feliz cumpleblog