Por casualidad a las cuatro y veinte de
la tarde, levanté la mirada. Por casualidad a esa hora se te cayó o dejaste
caer, no recuerdo bien, el tirante del vestido de flores que llevabas. Pero volvimos a posar la mirada sobre los
libros. El motor del aire acondicionado sonaba fuerte en ese rincón aislado de
la biblioteca de letras. Su ruido continuo daba sueño y ganas de acurrucarse.
Te pusiste la rebeca sobre los hombros. Siempre la llevabas en el bolso para
estudiar porque en algunas salas hacía frío.
A eso de las cinco y media acabé el
enésimo repaso al temario para el próximo examen. Tú me dijiste que también
habías acabado tema y que podíamos bajar a tomar un café. En la puerta de
salida una bofetada sofocante nos recordó que estábamos en junio. Debíamos
atravesar rápido el patio de la facultad para ir a la cafetería, pero en lugar
de eso, giramos hacia la puerta de salida del campus y cruzamos hacia un parque
que había enfrente. Paseamos entre los tilos y las jacarandas hasta un banco
alejado en el último rincón del jardín. Me senté. Tú te sentaste sobre mí y me
echaste los brazos por encima. Noté cómo se te subió la falta hasta el límite
de los muslos. Miraste rápido hacia atrás y la volviste a bajar. No era el
momento. Reíste. Arrimaste el hombro a mi cara y con los dientes te deshice el
nudo del vestido. Saltó con facilidad, como deseoso y dejó al aire el tirante
transparente del sujetador. Miré por encima buscando el lunar que tenías encima
del pecho. Lo encontré y lo besé. Shhhhh…dijiste. ¿No te apetecía un café? Con
hielo, te contesté. Sonreías mientras volvías a atar el hilo de algodón del
vestido.
Tomamos el café rápido y volvimos a la
sala de historia antigua. A nuestros libros. La sala estaba prácticamente
vacía. Los exámenes estaban terminando, la biblioteca y la universidad sacaban
su verdadero rostro, el que no veíamos el resto del año: el de un desierto
amarillo, huero e inhóspito. La tarde caía lenta y anaranjada.
De repente oí un carpetazo. Tras el
respingo, levanté la vista y ahí estaban tus dos ojos de gato mirándome.
Recogimos todo lo rápido que pudimos y salimos de la biblioteca, del campus, de
la facultad, como huyendo de una quema. Con hambre.
Nos fuimos alejando del centro. No
había casi nadie por las calles y nosotros íbamos probando algún portal que
estuviera abierto, fuera lo suficientemente oscuro y nos conviniera. Tanteamos
los de un edificio moderno con los descansillos frescos de mármol. Subimos
hasta el último piso, pero lo desechamos al ver que estaba abierta la puerta
que comunicaba con la azotea. En otro de ladrillo rojo logramos que un vecino
nos abriera a la voz de “soy yo”. Pero salimos pronto al oír la puerta
que se abría y el ascensor que bajaba. Efectivamente estaría esperando a
alguien y bajó a buscarlo con la misma urgencia con la que tú y yo pasamos al
portal. Nos metimos en otro de unas viviendas sociales de esas de los años
sesenta, pero frente a frente en una pared, no dejábamos de escuchar gritos y
risas de niños, voces de madres llamando para la cena, padres gritones que
discutían con la televisión a un volumen muy alto. Mientras entrábamos o
salíamos de los portales, algún escarceo, beso, o roce se desgranaba fresco.
Reíamos y acelerábamos el paso por las calles, mientras el horizonte no
terminaba de tragarse al sol. Las sombras no eran suficientes. Apenas hablamos
en el trayecto. A veces íbamos cogidos de la mano. Tú tirabas fuerte. Yo
cargaba con la mochila llena de libros. A veces te tocaba un brazo perlado con
las primeras gotas de sudor. A veces, es agotador no follar.
Llegamos a nuestro barrio, cerca de
nuestras casas. A portales conocidos y ventanas de miradas indiscretas.
Ralentizamos el paso. Nos soltamos de la mano. Mirábamos al suelo. Volvimos a
hablar. Íbamos pisando una alfombra de flores de jacaranda, como esta tarde. Ya
no hacía tanto calor para nada. Nos sentamos en un banco y te devolví los
libros. ¿Sabes qué es hoy?, me preguntaste. Pues no, dije. El día más largo, la
noche de San Juan. Hay que hacer hogueras y quemar todo lo malo. ¿Bajarás luego
a la que hagan en el barrio? Pues no lo sé, me temo que a veces los sueños se
queman antes de cumplirse. Y nos despedimos. De lejos oí como sonaba el timbre
del telefonillo y se abría el portal, pero no pasamos.
Por cierto que este blog, cumple 19 años...mal que bien, los artesanos, seguimos al pie del cañón.