Era viernes y serían sobre las diez
de la noche más o menos. Recuerdo que estábamos todos celebrando una fiesta del
mojito en el piso de estudiante de Arturo. El piso era como todos los que se
alquilan a estudiantes, estrecho y con muebles viejos de diversas procedencias.
Y Arturo era ese amigo tuyo que decía que estudiaba enfermería. Yo estaba
sentado en una silla en la cocina mientras veía el trajín que os llevábais con
la hierbabuena, el ron, el azúcar moreno y el agua de seltz. El aroma de la
hierbabuena lo impregnaba todo y se oía el tintineo de cucharillas y vasos de
cristal. Entre risas y comentarios, los mojitos salían de la cocina como de una
cadena de producción y se iban al salón donde el resto de la gente, bebía y
bailaba.
Recuerdo que me miraste.
Te ha cambiado el gesto. ¿Te pasa
algo? Estaba un poco pálido y ni el mojito que bebía, sirvió para hacer volver
los colores a mi cara.
Nada, que acabo de ver mi propia
muerte.
¿Cómo? No te reiste de la ocurrencia
porque mi cara debía ser un poema o porque tú sabías que con otras pequeñas
cosas había acertado y te dio un vuelco el alma.
Sí. Acabo de ver como al salir de
aquí, cerca de la confluencia del Paseo Zorrilla con Juan de Austria, cuando
íbamos a cruzar, un coche grande y marrón que va muy rápido me atropella y me
lanza por los aires. Creo haber visto que caigo fulminado al instante.
Te asustaste pero me dijiste que seguro
que eso no podía ser. Creo que estuviste toda la noche pendiente de mi. Y no
pasó nada esa noche. Y no paso nada ni el sábado ni el domingo. Y nos volvimos
a Madrid. Y no vuelve a salir el tema, hasta que planteamos las vacaciones.
Podemos hacer cualquier cosa, ir a cualquier sitio menos visitar Valladolid. De
momento está vedado, hasta nueva orden o
nueva premonición.