Y llegaron los señores ingenieros, con sus trajes de lino blanco y sin mácula, sus jipijapas y sus bigotitos perfectamente recortados. Poco después llegaron sus mujeres y resto de familia. Los niños fueron a la escuela que se encontraba tan desnutrida como los pocos chavales que hasta entonces acudían a sus aulas. Y por si la cosa se desmadraba, como caída del cielo apareció en el pueblo una pareja de la Guardia Civil, que montó un puesto a las afueras. Durante unos meses, casi un año, todo fue un ir y venir de máquinas, palas, obreros...se hicieron mediciones, conducciones, se cavaron zanjas, de infausto recuerdo y que, a más de uno, aún le ponían los pelos como escarpias.
Amigos, el progreso había llegado a este pueblo, se regocijaba un adiposo gobernador civil, el día de la inauguración. Esa mañana se había estado engalanando el pueblo; la banda de música había desempolvado sus mejores galas y había estado ensayando varias piezas para intercalar en el acto; se había barrido toda la plaza mayor y echado del témino municipal al pobre del pueblo con un bocata y un billete de autobús para una sospechosa visita a la capital. El alcalde cumplía una de sus promesas-necesidades; como un moderno gobernador romano, dejaba huella para la historia.
Y a las doce de la mañana, el gobernador manipuló el mecanismo y, no salió nada...solo al principio, pues tras una pequeña tos metálica, el caño de la plaza mayor dió agua, fresca y ferruginosa, como la del manantial de la que había sido traída. El alcalde llenó un botijo, el gobernador bebió un vaso y, después se brindó con anís y brandy (que es cosa de hombres). Era un pequeño milagro, como ese de que hubiera hombres que pudieran volar en grandes pájaros de acero; una fuente pública, agua corriente en el pueblo...¡madre mía!, ¿qué más nos queda por ver?, se preguntaba, botijo y mandil en ristre, una anciana (ya entonces) que llenaba un lebrillo para su casa. Suspiró y a pasitos cortos y arrastrados, marchó cargada al final de ese día feriado en el pueblo. Cae el sol y del casino llegan ecos sordos de la fiesta que aún sigue.
Amigos, el progreso había llegado a este pueblo, se regocijaba un adiposo gobernador civil, el día de la inauguración. Esa mañana se había estado engalanando el pueblo; la banda de música había desempolvado sus mejores galas y había estado ensayando varias piezas para intercalar en el acto; se había barrido toda la plaza mayor y echado del témino municipal al pobre del pueblo con un bocata y un billete de autobús para una sospechosa visita a la capital. El alcalde cumplía una de sus promesas-necesidades; como un moderno gobernador romano, dejaba huella para la historia.
Y a las doce de la mañana, el gobernador manipuló el mecanismo y, no salió nada...solo al principio, pues tras una pequeña tos metálica, el caño de la plaza mayor dió agua, fresca y ferruginosa, como la del manantial de la que había sido traída. El alcalde llenó un botijo, el gobernador bebió un vaso y, después se brindó con anís y brandy (que es cosa de hombres). Era un pequeño milagro, como ese de que hubiera hombres que pudieran volar en grandes pájaros de acero; una fuente pública, agua corriente en el pueblo...¡madre mía!, ¿qué más nos queda por ver?, se preguntaba, botijo y mandil en ristre, una anciana (ya entonces) que llenaba un lebrillo para su casa. Suspiró y a pasitos cortos y arrastrados, marchó cargada al final de ese día feriado en el pueblo. Cae el sol y del casino llegan ecos sordos de la fiesta que aún sigue.
2 comentarios:
Su gran texto me trae el grato recuerdo de cuando se inauguró la piscina de mi pueblo. Magno acontecimiento que disfrutarán las generaciones venideras pero que unos pocos, yo entre ellos, pudimos asistir a su baño inaugural.
Excelente descripción, Max.
Un abrazo...aterrizando.
amigo Goathemala,conozco la anécdota y me reí mucho cuando la contó.
Bienhallado,esperamos sus relatos como agua de mayo.
un fuerte abrazo
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