Arrancar hoy ha costado un poco más. Seguramente por el frío y la sombra de la soledad que es alargada como la de los cipreses.
Desde
la calle se oyen las conversaciones tempranas y apagadas de los adolescentes
que pasan camino del instituto. Llueve y hace viento. Todos se tapan y protegen
como pueden.
Dentro
de la casa, suena como otro día cualquiera el tintineo de la cucharilla contra
el café caliente. Otro lunes en el que los autobuses forman atasco en el cruce
del final de la calle. Dos parejas pasan con los perros y, en algún sitio
alguien besará a alguien.
Siguen
pasando cosas a pesar de todo. A pesar de nosotros. Son cosas que pasan,
repetimos siempre mentalmente. El viento se ha llevado las nubes y ha salido el
sol. Como todos los días. Habrá más tormentas y habrá más frío. Otro invierno
seguro. Y habrá reparto de paquetes, pan caliente, café, seguirá la cháchara
del mundo (que diría Tabuchi). Nos llegarán lejanos sus ecos que apenas nos
rozarán porque estaremos ya a otra cosa. A resguardo, siempre que podamos. En
el sofá bajo la manta. Calientes siempre que podamos. A resguardo siempre que
podamos.
Pero
hoy todo funciona un poco peor, un poco más lento. Todo pesa un poco más. La soledad
es de plomo y a veces nos aplasta. Y tiene ese color: gris plomo, gris piedra,
gris musgo, como el que nos crece dentro muy a nuestro pesar y sin apenas
darnos cuenta.