Pequeña muerte
Todos los domingos por la tarde son una
pequeña muerte. En sentido literal. Está uno en su sofá tranquilamente viendo
algún partido de baloncesto, alguna serie o alguna película de estreno y de
repente piensa en el lunes, en la semana, en lo que tiene que hacer. No hace
falta que sea un pensamiento concreto ni elaborado. A veces un papel encima de
la mesa del salón, o una anotación en la pizarra de la cocina cuando te has
levantado a preparar café, es la chispa que hace romper toda la cascada de
pensamientos. Entonces el corazón se acelera. Parece que a uno le falta la
respiración. Siente uno como los pulmones se le hinchan y colapsa. Me han
contado, después una vez recuperado, que caigo a plomo sobre el suelo del salón
o de la cocina. Que no reacciono ni al agua en la cara, ni a los vahos, ni a la
respiración asistida que me ponen los sanitarios cuando llega la ambulancia o
me llevan al hospital. Unos tres entierros llevo ya. Tres veces que me han dado
ya por muerto y me han velado. A veces de lejos, como entre brumas, oye uno los
comentarios de la gente “pues que buena
cara que tiene” “parece que está
dormido” (joder es que creo que es verdad) “que hijo de puta que era”…
Pero creo que esta es la definitiva. Se
habrán hartado todos de tanto vaivén y de tanto gasto. A la cuarta va la
vencida. No me he percatado de los comentarios, no he oído nada y, tengo la
impresión de que llevo días aquí dentro. He comenzado a alimentarme únicamente
de la proteína que va entrando. Hace frío y se está húmedo. He recordado
determinada escena de Kill Bill. No sé qué día es hoy.