Este jueves nos invita María José Moreno en su Lugar de encuentro a hablar de dulces. Ahí dejo lo que he pergeñado.
El
chirrido del muelle del pomo despertó a la madre que dormitaba en la cama
después de la toma. Asomaba un pecho por encima del camisón de puntitos
amarillos. La abuela asomó la cabeza por el hueco de la puerta. Llevaba el pelo
cardado y tintado de peluquería y una bandeja mal envuelta con servilletas. Una
pirámide de pastas a punto de desparramarse asomaba por los huecos del papel.
— Os
he traído unas pastas de almendra caseras. Están recién hechas. —
Apartó
una botella de plástico con agua y las dejó sobre la mesa junto a la cama. El
olor de las pastas se mezcló con el dulzón de las cremitas y ungüentos de los
gemelos que dormían junto a su madre. Llevábamos años sin ver a la abuela. Por
lo que parecía, seguía haciendo todo tipo de dulces y pasteles en cualquier
época del año.
Se
acercó y cogió a uno de los bebés. Yo di un respingo en el sillón. Hundió la
nariz en el cuello del niño. Le besaba los bracitos, los pequeños muslos. Uno a
uno fue chupando los deditos de los pies. Sus labios fofos buscaban los
mofletes de los niños y demoraba los besos en la barbilla.
— ¡Qué
gorditos! Y ¡Qué encarnaditos! ¡Están para comérselos! —