Estoy
en la última fase para conseguir el gran premio. Había ido superando una prueba
tras otra de la mejor manera posible. Destrozar algo del mobiliario público de
la ciudad donde vives. Relativamente fácil. Me cargué el cristal de una marquesina
de una parada de autobús. Selfie. El cris, cris de los cristales en millones de
pedazos me pareció un espectáculo bellísimo. Aunque me hice un corte. Nada grave.
De aquella noche, recuerdo el sabor ferroso de la sangre de la herida y un
pájaro nocturno que de rama en rama me fue acompañando hasta casa.
El
siguiente sobre con instrucciones apareció puntual en el buzón al lunes
siguiente. Segunda prueba. Una semana de plazo. Misma mecánica. Tras hacerla
había que subir una prueba en una página de la organización. Elemento
purificador: el fuego. Quemar. Bueno, habría que esperar a un sábado por la
noche y bien un coche o una de las naves del polígono arderían con facilidad. Así
fue. Un coche. En pleno centro. Y el amarillo fatuo que iluminó la noche por un
momento. Selfie. Red. Un tic verde en la página web, marcaba mis progresos.
Tercera
prueba. Llegó también en un sobre lacrado. Se llamaba el dominio de la carne,
el poder de la carne o algo así y decía literalmente que para superarla había
que cargarse a alguien. Esta era un poco más complicada. Creo que buscaría un
edificio con ascensor y esperaría a alguien dentro de la cabina. Arma blanca y
al abrirse las puertas culminaría con lo exigido por el concurso. De noche.
Alguien que llegue del turno de noche, sin ganas de resistirse o tan hastiado
de la vida como para dejarse hacer y que yo pueda ganar. Ganar. ¡Qué palabra
tan bonita! ¡Cuánto poder! Y luego la parte burocrática: selfie, prueba y a
esperar el premio si soy el ganador. Espero serlo, estoy ilusionado.