¡Le Roi est mort! ¡Le
Roi est mort! Ocho días después aún resonaban en mi cabeza los ecos de la gente
gritando aquella frase por las calles de París. Aún era temprano cuando aquel
soldado barbilampiño golpeó mi puerta y me indicó que mi presencia era
requerida de modo inmediato en la corte. Debía hacer la autopsia al Rey Sol y
eviscerar como ordenaba la tradición. La mañana era buena y la marcha fue
incluso agradable. Ahora hacíamos el camino contrario de Versalles a
Saint-Denis. El cortejo iba lento y la gente salía al paso de los carruajes. En
el centro, la gran carroza real totalmente cubierta, portaba el cuerpo vacío
del monarca. El silencio era negro como el humo de los hachones que portaba la guardia
real. De cuando en cuando el graznido de algún cuervo entrometido rompía la
quietud. Detrás, más soldados y el resto de carruajes. En uno iba yo portando
todas las entrañas de aquel hombre semidivino. ¡Le roi est mort! Volvía a sonar
en mi cabeza, gritado por las gentes. Y justo a mi lado, el cofre de plata y
oro en el que portaba corazón y demás órganos. No eran distintos de los demás,
ni más grandes, ni más pequeños, ni menos rojos, casi azules ya. ¡Le roi est
mort! Y la terrible certeza de esa frase me helaba la sangre. Sí. Está muerto,
he aquí su corazón y sus entrañas a bordo de este humano carruaje. Camino de
Notre Dame y de San Luís-San Pablo. Le roi est mort, vive le roi, pensaba yo
también según nos acercamos a París…