Este jueves-viernes nos invita Molí del Canyer a jugar (en el enlace están los participantes). Así que, después de mucho tiempo sin participar, me animo y les iré comentando según pueda...además me he pasado un poco de palabras, espero sepan disculparme...
Las dos niñas de la casa del
final de la calle nunca jugaban con nosotros. Nunca o casi nunca salían. Perico
que era el que sabía de todo esto, decía que eran deformes y por eso su madre
no las sacaba por el pueblo, que las tenía vestidas de negro y que llevaban una
de esas cosas para la columna que te estiran el cuello como una jirafa.
No nos gustaba acercarnos a la
portada de madera de la casa ni a la puerta en la que el único movimiento era
el de una cortinilla de macarrones que tenían para que no entrasen las moscas. Cuando
jugábamos al fútbol y se nos escapaba la pelota íbamos a recogerla y volvíamos
corriendo por si acaso. Yo creo que alguna vez las vi asomadas a las ventanas
del piso de arriba, largas y delgadas. Estarían
tristes, pensábamos, sin poder jugar, todo el día en su casa, rezando y
comiendo y durmiendo. Porque tampoco iban al colegio. Ni siquiera a misa. Don
Severiano, el maestro, siempre decía que sentía pena por aquellas criaturas y
que ellas no tenían culpa.
Nosotros no sabíamos. Quizás nuestros
padres supieran, porque nos decían que no jugáramos al final de la calle. Así
que nosotros, más por miedo que por otra cosa, apenas nos acercábamos. Bueno,
menos Perico y Juan que a veces nos decían que las habían visto detrás de los
cristales oscuros y que tenían los ojos negros. Y se acercaban y movían la
cortina de macarrones o tocaban en la puerta y salían corriendo. Aparecía entonces
una vieja, muy vieja para ser madre, y nos gritaba que los dejásemos en paz.
Perico y Juan volvían muertos de la risa o del miedo. Y las dos niñas arriba, mirando
muertas, de envidia o de rencor como el resto del mundo jugaba y corría. Y
ellas llevando su cruz negra. O morada, como la que una mañana apareció enorme
pintada en su fachada blanca, apenas un juego macabro.
Quizás salieron de madrugada. Nada
oímos. Apenas el ruido de un motor que chisporroteaba alejándose. Los balonazos
siguieron sonando en el callejón. Perico y Juan tocando la puerta. Pero nada. Silencio solo roto por el balanceo plástico de la cortina
seca. Y arriba quizás (solo quizás) la mirada negra de las dos criaturas tras
los cristales.