Y al leer la orden, todo el
universo se me vino encima. “Desde la
notificación de la presente y por orden del juzgado de instrucción número cinco
de la Audiencia Nacional, de conformidad con lo que establecen los artículos
546 y siguientes de la Ley de Enjuiciamiento Criminal se autoriza la entrada y
registro en la sede de la empresa Tireless, S.A. y la incautación de cuantos
elementos sean relevantes para la causa…”. Y así continuaba una resolución
de unos seis folios que me dieron nada más llegar ese lunes a la oficina. Me
permitieron quedarme durante el registro e incluso el juez que daba órdenes
aquí y allá me hizo alguna pregunta irrelevante. Duró ocho horas más o menos. Y
era el fin.
Al igual que las impresoras
3D de alimentos no acabaron con el hambre en África sino que crearon hordas de
gordos europeos, nuestra máquina tampoco alcanzó el fin deseado. Y si bien, la
concesión exclusiva del gobierno nos permitió al principio el control de los viajes
en el tiempo, cuando la concesión caducó y surgieron por doquier máquinas Tireless
para uso doméstico, los viajes al pasado (no incluímos la tecnología para
viajar al futuro) se convirtieron en un problema de orden público. Gente que
dejaba de ir a trabajar, apariciones fantasmagóricas por doquier; y económico
porque la gente dejaba de viajar a las playas y montañas para irse uno o dos
siglos atrás, o unos años: hoteles y zonas de veraneo vacías como tras un
holocausto nuclear. Por suerte tampoco incluíamos la posibilidad de transformar
el futuro desde el pasado, con lo que minimizábamos los riesgos. Aún así, los
gobiernos y, entre ellos el nuestro, consideraron inasumible que la gente estuviera
moviéndose de esa manera, escapando a todo control y decidieron que se acabó. El
delito fiscal es solo un pretexto, el procedimiento una farsa.
Con todo y con eso, la
tecnología ya está en la calle y al alcance de todos, y será imposible su
control aunque yo esté en la cárcel, eso sí si no me largo unos siglos atrás de
viaje.
Muchos más relatos en el blog de María José
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