El sueño que teníamos era de ese pesado y plúmbeo de verano. Los brazos, las piernas y tu cuerpo entero parecen piedras de granito, hundiéndose poquito a poco en el colchón. La sábana revuelta, serpenteante, hecha un gurruño enroscada en tus muslos mantiene el secuestro del sueño.
Afuera en la casa, no se oye nada. Ninguno de sus habitantes se ha levantado todavía y nosotros no queremos ser los primeros.
La luz entra verde, filtrada por los agujeritos de la persiana en pequeños haces. Pura y clara inconsciencia onírica.
Pero, entre brumas, se ha oido la puerta de entrada a la casa, y unos diminutos pasos por el viejo pasillo. El tirador de la puerta de entrada a la habitación ha sonado seco, como si hubiera resbalado, pero la puerta no se ha abierto. Se oye un cuchicheo al otro lado demasiado fuerte como para no ser oido. "No, Leyre, que están durmiendoooo". De nuevo el silencio.
A los pocos segundos la manivela de la puerta vuelve a sonar, en esta ocasión, la puerta se abre y, en la penumbra se dibuja la silueta de un niño, que entra, que otea y, sin pensarlo, salta sobre la cama..."Titooooo...". Es Javier, que ha llegado al pueblo de un viaje con sus padres. Salta en la cama.
Dos segundos más tarde, una pequeña figurita, con vestidito y pelo al estilo Mariquita Pérez ha entrado corriendo en la habitación..."Tataaaaa...". Leyre, con sus ojitos verdes y su sonrisa se ha dirigido hacia el otro lado de la cama...también a saltar sobre ella...nos despiertan, los zarandeamos y sus minúsculas risas, invaden y llenan todo el espacio de la estancia.