Mis recuerdos de infancia son verdes. Del mismo color que los muebles y las densas cortinas que cubrían las ventanas que daban a la calle. La habitación tenía una cama vieja que perteneció a la abuela y en la que, según creo, terminó sus días. Allí estuve yo postrado dos años por mis problemas de columna. Al principio de estar e, imaginándome a la abuela en la cama expirando, me sentí unido a ella, pensando que esa cama iba a ser el anticipo cómodo, de latex o viscolástica de un féretro...para los dos. Para mi alivio, al momento de escribir estas palabras, no ha sido así. Recuerdo particularmente las siestas en el invierno cuando el sol comenzaba a entrar por la ventana, en un lapso de una hora, se llegaba a la almohada y se quedaba un ratito calentando el cuerpo y el espíritu. Luego se despedía lenta pero amablemente y seguía su recorrido universal hacia otros lugares. Fuera podía hacer mucho frío que, a la hora de la siesta, entre las 3 y media y las 4 y media, el sol pasaba a visitarme. Desde mi posición de firmes, tumbado, con el corsé atado a la cama y sujeto al techo con unas cuerdas y una polea, antes de que llegara el sol, atisbaba un trozo de cielo, azul las más de las veces, gris, otras, perlado de amatista en los atardeceres. Yo no me podía mover, pero el universo seguía haciéndolo por mí. A través del cuadrado de ventana intuía algo parecido a la vida; oía conversaciones que había en la calle, el ladrido de los perros, otros niños o mis amigos, jugando en la calle...el resto me lo imaginaba....
Siempre he pensado que tenía suerte, porque la habitación de un enfermo no puede ser verde. Blanca sí, a lo sumo con algún tono azul; y sin espacio apenas. En una mesilla, un perenne vaso con agua para tomar las pastillas contra el dolor, un bajoplato y la jarra, de cristal, más o menos moderna, con un trapito para taparla o una tapa de plástico de las de ahora, dependiendo de la época.
En la otra mesilla, los libros, los cuadernos, los deberes, las lecturas obligatorias, que el homeschooling no está admitido legalmente en España, es una especie de cannabis educativo. Y junto a los "aperos" de enseñanza, los otros libros, los de verdad, los que salían por el recuadro azul que era el cielo reflejado en la ventana y me llevaban fuera de la cama, más allá de la casa y de mi defecto-cuerpo. Entonces no había televisión; bueno no había para tener dos televisores en todas las casas. Había en el salón y punto, núcleo familiar desde que la caja tonta se convirtiera en algo así como una prima charlatana: una más de la familia.
Yo mientras tanto arriba, siempre arriba, tabla-cuerda y rigidez; escuchaba las conversaciones y veía a mi madre desvivirse por el hijo postrado en un constante ir y venir de la habitación verde a todas las demás partes del mundo.
Durante esos dos años mi mundo fueron los pasos sibilantes de mi madre, el azul del pequeño rincón de cielo que me había tocado en suerte y el verde, verde siesta, verde convalecencia, verde...