Mamá
decía que la tía Carmen nunca había andado muy cristiana de la cabeza y que
solo a ella se le ocurría salir a andar por los bosques a por grelos y berzas
durante la semana santa. Y claro que traía grelos y berzas para los guisos.
Pero también otras yerbas que escondía en el bolso de mimbre y nunca nadie
veía. Y en viernes santo, salía y ya no regresaba en todo el santo día. Yo la
esperaba despierta y, cuando se acercaba a mi cama a darme un beso, le
preguntaba. Cuando seas mayor, mi niña, que tú tienes el don, me decía.
Y
es que con el tiempo me dejó que la fuese acompañando a las visitas. No paraba
de hablar durante el trayecto y me contaba que las oraciones se enseñan en
viernes santo porque en otro momento no funcionan. Y las visitas han de hacerse
en viernes santo para que hagan efecto. Y cada día yo me pasaba por su
habitación. Tenía miles de frascos de muchos colores y yerbas. Algunos tenían
nombre de santo: cruz de San Andrés para que no se yerme la madre, me
explicaba; de San Gil para reponer virgos, bálsamo de Santa Quiteria, ungüento de
Santa Marina…más santas que santos, me decía, para que te acuerdes bien de lo
que te espera, niña, que las santas somos nosotras. Y me daba un pellizco. Para
que despiertes.
Aun
recuerdo el dolor de los pellizcos en el brazo y que cada vez que pasábamos por
un cruceiro se escupía en la mano y tocaba su base. Yo lo sigo haciendo, y me
santiguo. Ya se sabe, por eso de las ánimas, que también me enseñó.
A
las ánimas benditas no te pese hacer el bien, que dios sabe si mañana serás
ánima tú también…y seguíamos el camino.