10 abril 2020

Este Jueves, relato: Señales mal entendidas

Este jueves, santo, de confinamiento y extraño como los tiempos que estamos viviendo, nos invita Dorotea a hablar de Señales mal entendidas. Pues ahí mando una cosilla que se me ha ocurrido para matar tiempo y aburrimiento.


Una de las cosas buenas de todo esto es el rojo satén y el acolchadito interior. He tenido que redecorar la casa y comprarme un ataúd. En el salón que tenía los muebles de estilo colonial, los he tenido que cambiar por otros de estilo gótico, porque ¿dónde se ha visto el ataúd de un vampiro rodeado de muebles  caoba, mecedoras con trenzado de madera, sillones de torneadas patas y aparadores como traídos de Oriente, África o el Caribe? Todo vendido por Wallapop. He podido sacar un buen precio y comprar ataúd, velones negros y me ha sobrado para cambiar la ventana. He quitado la que tenía de doble hoja con persiana y he puesto un arco ojival con vidriera. El estilo de un vampiro que se precie, es el gótico. Moderno, flamígero, churrigueresco, pero gótico. Ese estilo highschool americano de las sagas que se ve por ahí, es una modernez in-a-su-mi-ble.

Ahora tampoco soporto el ajo, con lo que antes me gustaba en ensalada con un buen tomate raf, o para todos los sofritos, o el alioli para un arroz a banda o caldero.

Y he quitado los espejos, ¿para qué? Aunque me gustaba pintarme la raya del ojo, o un poco de gloss en los labios antes de salir. Como aquella noche.

Me recogió en la puerta de casa y fuimos a cenar a “El Chuletero” un sitio especializado en carnes. Él apenas probó nada. Eso sí, estuvo durante toda la cena levantándose para ir al baño. O eso decía. Hablamos, reímos y bebimos mucho vino. Tanto, que a mí no me apeteció ir a tomar una copa después. Le pedí que me acompañara a casa y, si quería, lo podría invitar a un café, pero a nada más. No debió entender. Entramos a casa, dejamos los abrigos y fui a la cocina. Estaba preparando el café y, cuando me desanudé el pañuelo de seda que llevaba al cuello, se abalanzó sobre mí y me dio un apasionado mordisco en plena yugular. Al principio me excitó, aunque más tarde me desvanecí. Luego me confesaría que no pudo evitarlo. Ese cuello tan blanco, tan libre. No era pasión, no era yo. Era hambre.