No sé si fue por Halloween cuando comenzó. Lo cierto es que aquella noche la gata, nuestra gata, se había mostrado más inquieta de lo normal; lo mismo ronroneaba que dejaba de hacerlo; se subía encima nuestro mientras veíamos la televisión y se bajaba al instante impulsada por una extraña fuerza, por un invisible soplo que nada más ella era capaz de percibir.
Fuera, como siempre para la noche de ánimas, el viento ululaba, y movía las hojas. Arriba las estrellas heladas brillaban ya con fuerza de noche de invierno. La gata, nuestra gata, seguía con su incómodo peregrinar por todo el salón. No tenía hambre; no tenía sed y comenzaba a maullar o gemir, aún no lo tengo muy claro. Siempre se ha dicho que los animales son más sensibles para algunas cosas y esa noche parecía que notaba algo. "Será el gato ese que viene a quitarle la comida".
La persiana estaba a medio bajar. Me asomé y vislumbré sobre la valla que limitaba el patio del resto de los chalets unos terribles ojos amarillos mirándome fijamente. "Ahí está" Pensé. Salí dispuesto a darle un buen sopapo al gato fisgón. Pero para cuando pude alcanzar su altura, no había nada, ni el más mínimo rastro del felino; pero tampoco se percibía nada que hiciera denotar su presencia.
Hubo otro ruido de hojas y de nuevo pude ver aquellos terribles ojos amarillos mirándome con la fijeza de un demonio. No eran los ojos de un gato, ni siquiera se veía la negrura del cuerpo del minino. Se iban acercando. Ojos amarillos de odio. Parecía que pudieran volar. Se acercaban y desaparecían de nuevo. Comenzaba a tener los pelos encrespados del miedo. Quería dejar de asomarme por la rendija que quedaba entre la persiana y el alfeizar, pero me era del todo imposible. Traté de entretenerme con la televisión y el sofá, pero ya se sabe que el ruido de la televisión es ahora intranscendente. Trataba de evitar dirigir la mirada hacia la ventana, mas cuando lo hice, allí estaban esos dos ojos amarillos demoniacos mirándome fijamente ahora desde el alfeizar de la ventana. Estaban ahí al lado. Di un respingo del sofá y bajé la persiana de un golpe seco. Tenía seca la boca y los ojos más que abiertos. No pudo ser un sueño.
A. no los había visto y no me creyó pero desde aquella noche todas las persianas de casa se bajan a tope por las noches para no dejar pasar nada de luz o ruidos. No obstante, de vez en cuando se oye fuera, en el patio, el ruido de hojas moverse, un hondo gemido o carraspeo del más allá y, yo tengo por seguro que están esos dos terribles ojos amarillos mirándonos desde cualquier atalaya de nuestro propio patio, cerca, muy cerca, cerca, muy cerca...
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