Drogarse es
un acto íntimo. Es como el mejor de los polvos. Y como ya no te gusta follar en lugares públicos, aunque lo has hecho (como drogarte) y te ha encantado esa
sensación de caza furtiva, la urgencia de buscar un lugar oscuro y la
penetración, de la aguja o de la polla, ahora buscas la paz de casa, un sillón
cómodo en el que derrumbarte y dejarte llevar.
Esperar a
que todo el mundo se haya ido de casa, para subir al piso de arriba. Ir a la
habitación que hace de despacho y a su librería caoba. Libros de Martín-Gaite,
Valle-Inclán, Tribuleac, Cartarescu, Shakespeare y, detrás, la cajita metálica
con los aperos, la jeringuilla y las agujas encapsuladas en su plástico verde.
Preparas el algodón, unas mini toallitas con alcohol que compraste en la
farmacia, muy prácticas para las pequeñas heridas, dijiste en su momento a los
niños.
Un poco de
polvo blanco en una cucharilla vieja de alpaca que tenía tu madre en la vieja
casa, que te empeñaste en traer de recuerdo y ahora hace las funciones de dosis
perfecta para funcionar. Viertes unas gotas de limón y prendes la llama del
mechero debajo de la cucharilla que empieza a borbotear y a licuarse. Te
recuerda al caramelo del fondo de las flaneras. Cada burbuja es pura magia
química.
Ya con la
aguja puesta, acercas la jeringa a la cucharilla y haces que absorba dócilmente
el mejunje pardo. Te bajas los pantalones y buscas la corva, pizcas con dos
dedos la vena y clavas el picotazo. Cruje la piel como una galleta rancia.
Aprietas el émbolo y desaparece dentro para siempre el líquido dentro del
cuerpo. Explota y se deshace todo alrededor. Dejas caer la jeringuilla, la
cuchara y los brazos. El gato mira raro y se agita. Todo es blanco, suave,
ácido y doloroso. Como el mundo, piensas. Y te duermes.
1 comentario:
No hay comparación, entre un mal hábito y una sensación tan intensa. Incluso la infracción de esa práctica en público puede ser un incentivo.
Pero está claro que es un texto ficcional. Y es un gusto leer algo nuevo en este blog.
Saludos.
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